sábado, 26 de abril de 2014

Películas ligeras

El día que a la abuela le pusieron los dientes, empezamos a ver películas de amor. El sonido de las llaves al abrir la puerta fue diferente aquel viernes que ella volvió a casa con una noticia extraordinaria en la boca. A las palabras les costó salir y llegar hasta nosotros, con esa nueva frontera esmaltada entre la lengua de mi abuela y el mundo. Es posible que lo celebrásemos con un amable VHS a falta de bica, tarta de manzana, galletas o chocolate, para endulzar la velada de tan feliz estreno. Entonces vivíamos todos juntos y los vídeos de bodas conocidas aún pasaban por filmes aceptables para la tarde de un sábado sin plan. No recuerdo cuál fue la primera película de amor, pero pienso en una mezcla de Magnolias de acero y Tomates verdes fritos regada con capuchino de sobre y manzanillas al limón. En el cine y en el fútbol, mi abuela siempre comentaba la jugada con una solvencia defensiva apabullante, como si temiese que mi madre o yo fuésemos a regatearle el argumento y quitarle la razón. Sus juicios eran concisos y severos: Ela non fixo ben. Ahora al evocarla la veo como el oráculo de Matrix, horneando galletas con el destino del mundo.
Sempre había un home con cara de can. Y un momento en la película en la que nuestra casa crecía a un lado y otro de la pantalla. Y Julia Roberts bajaba la escalera que nunca tuvimos... o sí, sí la tuvimos, en la primera casa, un edificio sin ascensor y cuatro pisos con largos peldaños entre alturas. Allí empezó todo, sin VHS pero con televisión en tres dimensiones bien tangibles, con Shirley McLaine diciéndole a Jack Lemmon "Pero qué bueno y tonto es usted". Más que imágenes veo palabras, son la primera impresión de aquel tiempo, y veo también unos dientes a los que les costaba pronunciarlas, pues hacían que las eses sonasen muy agudas y las des y las tes frenadas en seco, como la película si la cinta se enredaba. Entonces solo había que meter el Bic cristal en uno de los ojos de la cita y conseguir restaurar la historia, que cada escena volviese a su sitio, y que el tiempo siguiese adelante hasta ese final feliz que las mujeres de la casa comíamos con los ojos, los oídos y las manos. Sin necesidad de masticarlo. Como niñas sin años o viejitas sin dientes. Sabiendo que si quisiéramos la película podía volver a empezar.

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