sábado, 1 de marzo de 2014

La salamandra de un siglo

Este cuento se acabó. ¡Ooooh, no!, nooooooo. Acéptalo. Por muy buena que sea una historia, no dura para siempre. El libro se cierra y la vida sigue. Tu vida debe seguir, pisando el vestido de princesa rosa de tu hija este carnaval, los talones y los pasos perdidos de tu madre; con más o menos palabras, quizá con esta historia recién comida hirviendo a mares en tu cabeza o dispuesta a ser conservada en salmuera junto a esas otras lecturas de tu vida. Ya ves que me ha encantado La cocinera de Himmler, el delirante espejo que Franz-Olivier Giesbert, con su aire a Jack Nicholson, se ha atrevido a poner delante de la historia de un convulso siglo. Con este libro, que me ha recomendado http://laarmada-invencible.blogspot.com.es/ (¡gracias!), pasa como con algunos restaurantes, un buen día se ponen de moda y hay que dejarse caer por allí. A ver si vale lo que cuesta, o al menos lo que dicen. Así fue como llegué a esta novela, guiada por un olor a guiso de la casa. La cocinera de Himmler te sienta a la mesa desde que te decides a entrar en el prólogo, no vacila como algunos maitres buscando un rincón apartado para procurarte intimidad. ¡Giesbert va a saco! y sin darte tiempo a escapar te arroja a la cara el primer plato. "La Historia es una porquería. Me lo ha quitado todo. A mis hijos. A mis padres. A mi gran amor. A mis gatos. No comprendo esa veneración estúpida que inspira el género humano. Estoy muy contenta de que la Historia se haya marchado, ya causó suficientes estragos. Pero sé muy bien que volverá, lo siento en la electricidad del aire y en la negra mirada de la gente". No sé si detectas ya en este extracto ese olor inconfundible: el del sarcasmo. Esta novela descabellada e irreverente, en la que recuperamos a veces la visión de nuestro querido fantasma Ignatius Reilly y el Nueva York friéndose a la plancha de Dos Passos, tiene tanto belfo como sentido del humor. La vida y la muerte pelean a la brava, desnudas, cuerpo a cuerpo, alma a la deriva, como en las grandes obras de Irving. Las mujeres son Mujeres, como lo son en Irving. Veo mucho de la mujer que soy sin ser en los grandes escritores, en los que sienten y evidencian que no tienen nada que esconder. No me refiero a sus vergüenzas, ¡esas deben enseñarse!, sino a esa simpleza en que se asientan las mentes convencionales, sillas plegables de lo polítícamente correcto o del más común de los ingenios. ¿Hasta dónde puede llegar el terror?, ¿cómo tragar con la injusticia? ¿podría una carcajada sin miedo tener el mismo alcance que el horror? ¿Cómo nos salva o nos condena el erotismo?,  ¿es posible vivir sin nuestros muertos? Ah, vivir, eso que se escribe en el libro de Giesbert sencillamente, con una lucidez que se abraza a la locura.
El deseo y el deseo de venganza muerden en esta novela el mundo redondo de las cosas cotidianas, salpimentan el tedio, el sinsabor de las naturalezas muertas. Esto no es un bodegón, ni un fresco edulcorado sobre el Holocausto, o una tira cómica, de fina ironía, sobre el capitalismo yanqui o el comunismo en China. Ningún régimen se libra de la mordacidad sin pelos en la lengua que cocina a fuego vivo Rose, la cocinera de Himmler, "el hombre más normal, y en consecuencia el más interesante, de los altos cargos de las SS", dicen.
Hay que atreverse a devorar la Historia. Y después aliviar la picazón en la conciencia y echarse a dormir con un poco de melisa o pasiflora. La conciencia de Rose es esa salamandra que lleva en una caja a todas partes, y esa salamandra es como la conciencia de un siglo que desaparece de pronto.
La vida sigue en la cocina, prendida en un libro abierto. Y un libro abierto nunca muere.

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