sábado, 29 de marzo de 2014

Era la felicidad

Con Irene Némirovsky me pasa lo mismo que con Alice Munro, cada vez que las leo entro en una especie de trance, cada vez que las veo me acuerdo de mi madre. Como es natural, sólo las veo en las fotos de cubierta y en sus palabras, en un retrato quizá más certero que el que ofrece una imagen.
Heredé de mi madre esa manía bastante común de mirarle la cara a los que escriben, a veces sin dar crédito, como si en la cara de uno estuviese escrito su talento, su azaroso destino o su desventura. No es así?
 "Yves dormía como un niño, con toda el alma", leí a mi madre este verano. Es el cálido comienzo de El malentendido, editada por Salamandra el pasado abril. Así nos zambulle la lúcida Irène, ajena a la Ucrania de hoy, en un cuento en el que degustar las últimas cerezas de un amor. Oyes cantos de sirena? Seguro que puedes ver esa larga playa bañada por el sol donde la luz centellea en el mar y en las bocas de los niños. En tus recuerdos, y también en este relato en el que Yves vuelve a la Hendaya de su infancia para asistir a un cambio en su paisaje interior. Una mujer y una niña atrapan su ociosa mirada, ya superada (un decir) la primera guerra mundial y convertido él, Yves, en un empleado común, la sombra del niño de familia acomodada que fue cuando veraneaba en Hendaya. El amor, se figuraba Yves, debía ser el descanso, "si es que eso existía". Primero en la playa y después en París asistimos al despertar de un amor ilícito, a la desesperación que precede a la confirmación de esa sospecha íntima de sentir lo mismo que otro, a la primavera proustiana de dos que se aman en secreto, en ese secreto que la torpeza y la inquietud convierten en verdad a voces. Casi todo supone un ímprobo esfuerzo para él, Yves. Nada es suficiente para ella, Denise. Porque ella quiere el ardor sucesivo, insostenible en el día a día, la propagación del fuego que puede calcinarlo todo, hasta su sed. Esta primera novela de Irène Némirovsky, de 1926, bucea en la nostalgia del tiempo perdido, y del que nunca llegará, con un París adormecido de fondo, como un reloj de arena que va cayendo lentamente del sueño a la realidad. Breve pero densa como un poema o un símbolo, o una tarde de sol a final de verano, copiosa en adjetivos, en exclamaciones, en preguntas de difícil respuesta, El malentendido parece escrita para que alguien nos la lea en estricta intimidad, como una carta antigua de amor. Para tomar nota, el consejo que a Denise da su madre: Da poco, y pide aún menos. Para escena, esa en que Denise dice Te amo "con el corazón ofrecido, abierto. Su instinto de mujer la hizo esperar el eterno Te amo como un eco adivinado más que oído. Pero Yves no dijo nada. Se limitó a abrazarla un poco más fuerte".

Irène Némirovsky murió asesinada en Auschwitz en 1942.

Conversación

Era todo para ti. Siempre fue todo para ti, dice la mujer tendida sobre la cama. Habla con su hija, que no se atreve a mirarla de frente, que la mira desafiante mientras un fuego prende en su interior cerca de las malas hierbas de un barrio marginal de la memoria. Ella quisiera arrancar esas hierbas, pero no puede. Ama a la mujer tendida que llora con una sonrisa como un electrocardiograma de Chaikovski. Pero no es capaz de alzarla, de darle la mano y llevarla de paseo al jardín, entre los últimos árboles del verano. Qué corto es el letargo del último verano, tan parecido a los primeros, pero mucho más amarillo, con una densidad capaz de desalojar cualquier perspectiva. La mujer de alta barbilla quisiera decir a su madre de corazón tendido: por favor, no te vayas.
Pero no le dice nada, sólo se habla para dentro. No te preocupes, se dice, no pasará nada, se dice, no te preocupes, no, no. Se sienta a su lado, con miedo a tocarla e irse tan lejos como sospecha que se irá ella. Y aguarda lo que va a ocurrir.
Y ocurre que su madre se incorpora, sin el peso de los años.
Y se queda. Y le dice al oído: por favor, no me pidas que me vaya.
Entonces, coge mi mano, mamá.
Y escribe.
Mi madre cuando era más joven que yo

sábado, 22 de marzo de 2014

Memoria en las manos

Si me diesen a elegir algo de mí,
si me dijesen debes quedarte con una sola cosa tuya,
escogería dos,
mi lenta y torpe mano izquierda, que casi nunca se entera de nada,
y la derecha sin norte, mirando al sur, como una loca, que sube y baja en picado
con varillas de colores buscando el punto de nieve en estas claras.
La mano diestra que empuña la aguja de ojo grande de coser botoncitos en pichis escolares.
Qué es pichi, mamá?, dice la niña con los ojos ardientes de kiwi gold
volando como su falda

Cuando dice mamá, mi corazón dobla su volumen
como los huevos después de una larga batida a tenedor.

Me quedaría con mis manos ásperas como alfombras viejas,
torpes, con venas como cadenas montañosas que trepan hasta arañar el sol,
con su miedo a las alturas,
con uñas que no quieren crecer nunca jamás.

Manos que no son nada bonitas,
pero hacen cosas,
que tantean mililitros de luz en la sombra.
que se muestran a menudo como son,
en su huida circular como la vida.
Han roto varias cosas,
un vaso, dos, un plato,
un payaso gris de porcelana,
una promesa, dos, tres...,
una carta,
la pajarita de papel de una sonrisa cansada de esperar,
esa sonrisa que decía sin palabras sostenme con tus manos,
una en cada comisura,
porque sola no podré,
me caería hacia la sombra del olvido.

Las manos hacen a diario una masa de fermento
con lo que tienen a mano y un deseo:
hacer de poca cosa algo con sabor.

Las manos, que tienen tacto, no olvidan.
Lo recuerdan todo
mucho mejor


jueves, 13 de marzo de 2014

Agosto campal

No todos los veranos son iguales, no todos se parecen a la infancia, aunque tiendan a ella como a la esperanza. No es el futuro lo que miras cuando miras a lo lejos donde se pegan cielo y mar, es la profundidad de la calidez de un instante, el pasado que no se acaba. Ahora estoy sumida en Proust, en la edición definitiva de Albertine desaparecida, haciendo magdalenas caseras como quien hace castillos de arena con un vasito de yogur. A veces siento que me ahogo, pera ay! Tengo branquias!, puedo sobrevivir en este introspectivo mundo submarino de Marcel. Antes que esta primavera a la sombra de diez recuerdos en flor, me sumí en Agosto, de Tracy Letts. 180 páginas y un Premio Pulitzer. Y esa top model que es la familia feliz americana sufriendo una hemorragia interna incontenible. Tenéis ante vosotros en esta pieza un despiadado cuadro de familia en 4D. El tiempo, el tiempo perdido, la cuarta dimensión. Una madre y su larga vida. Tres hijas con poco en común. Una adolescente con adicciones. Un pervertido común. Una mentira. Y otra más...
Ya sabéis lo que suele ocurrir en realidad en los espacios pequeños cuando se juntan personas unidas por el darwiniano azar genético. Pero no ha sido el azar, sino la intención la que ha puesto esta cita de Robert Penn Warren como aperitivo en Agosto:"... La alegre reunión familiar con merienda al aire libre, bajo los arces, viene a ser como bucear en el estanque de los pulpos del acuario". El medio en Agosto es hostil. Es la casa a la que hay que volver tras alejarse, en la que se sientan a comer todos los que se han ido, como fantasmas con vulgares apetitos. Los fantasmas no son livianos, etéreos, almas blancas atrapadas en la oscuridad, sino gente ruidosa que come con las manos y eructa sin complejos. La casa familiar pierde a un hombre, Beverly, aficionado a la poesía, y la casa, en la que su esposa, Violet, enloquece por la boca, se convierte en un acuario de agua turbia, en el que un acontecimiento trágico arroja un buen chorro de lejía. El sentido proustiano de la intimidad, ese tormento tan reconfortante y armónico pese a sus desvaríos, se desintegra en este campo de batalla que Tracy Letts monta a las afueras de Pawhuska. En el centro de una familia... Normal? Juzgad vosotros a la dura luz de Agosto

domingo, 2 de marzo de 2014

antigua casa

La casa era más grande. Cuando tú eras pequeña
eran más altos los techos, más larga la sombra de tu miedo en el pasillo,
más sorprendente la luz, que no se oía llegar.
Tenía más patas la lámpara de araña que se movía a unos centímetros
al echarte bocarriba en la cama de tus padres para ver el cielo abierto sobre ti.
La casa era más grande, crecía como el miedo tras oír a tu madre decir Buenas noches, mi amor.
Te metías más pequeña que tu edad en la cama pequeña con un cuento por cerrar bajo las mantas.
Perdías la forma de abrazarte que tienen los días con mamá.
La niña de las trenzas las hacía una y otra vez, las apretaba tan fuerte que solía tener un runrún crónico en las sienes. No se quejaba por ello, solo estaba triste, aunque después fue feliz.
En el cuento invisible que escribías para ella se impulsaba con los brazos en las trenzas hacia arriba, para no mancharse de colacao espeso los zapatos, para estar alta y no hacer pie en la noche de los días cuando se iba de puntillas la luz.
Qué grande era la casa de la niña que fuiste, aunque otros digan No es verdad, no, no era grande!
Ahora parece dormir en una tibia oscurida de manos frías,
en la que reman tus muñecas, dos cajitas de metal, el pañuelo de las letras de máquina escribir en la que tu madre recuperaba el latido de la a, de la m, de la o, y de la a una vez más, ese sonido de martillo exacto, algunos recuerdos que te han perdido el rumbo
y no saben adónde te llevarán.

Ante puertas abiertas que no puedes cerrar.

Cuántas veces la vida se queda en el umbral
mirando dentro
de la casa perdida,
la casa que vuelve a hacerse día a día grande
como era
el pequeño mundo extraño y propio que una hija teme descubrir a solas

sábado, 1 de marzo de 2014

La salamandra de un siglo

Este cuento se acabó. ¡Ooooh, no!, nooooooo. Acéptalo. Por muy buena que sea una historia, no dura para siempre. El libro se cierra y la vida sigue. Tu vida debe seguir, pisando el vestido de princesa rosa de tu hija este carnaval, los talones y los pasos perdidos de tu madre; con más o menos palabras, quizá con esta historia recién comida hirviendo a mares en tu cabeza o dispuesta a ser conservada en salmuera junto a esas otras lecturas de tu vida. Ya ves que me ha encantado La cocinera de Himmler, el delirante espejo que Franz-Olivier Giesbert, con su aire a Jack Nicholson, se ha atrevido a poner delante de la historia de un convulso siglo. Con este libro, que me ha recomendado http://laarmada-invencible.blogspot.com.es/ (¡gracias!), pasa como con algunos restaurantes, un buen día se ponen de moda y hay que dejarse caer por allí. A ver si vale lo que cuesta, o al menos lo que dicen. Así fue como llegué a esta novela, guiada por un olor a guiso de la casa. La cocinera de Himmler te sienta a la mesa desde que te decides a entrar en el prólogo, no vacila como algunos maitres buscando un rincón apartado para procurarte intimidad. ¡Giesbert va a saco! y sin darte tiempo a escapar te arroja a la cara el primer plato. "La Historia es una porquería. Me lo ha quitado todo. A mis hijos. A mis padres. A mi gran amor. A mis gatos. No comprendo esa veneración estúpida que inspira el género humano. Estoy muy contenta de que la Historia se haya marchado, ya causó suficientes estragos. Pero sé muy bien que volverá, lo siento en la electricidad del aire y en la negra mirada de la gente". No sé si detectas ya en este extracto ese olor inconfundible: el del sarcasmo. Esta novela descabellada e irreverente, en la que recuperamos a veces la visión de nuestro querido fantasma Ignatius Reilly y el Nueva York friéndose a la plancha de Dos Passos, tiene tanto belfo como sentido del humor. La vida y la muerte pelean a la brava, desnudas, cuerpo a cuerpo, alma a la deriva, como en las grandes obras de Irving. Las mujeres son Mujeres, como lo son en Irving. Veo mucho de la mujer que soy sin ser en los grandes escritores, en los que sienten y evidencian que no tienen nada que esconder. No me refiero a sus vergüenzas, ¡esas deben enseñarse!, sino a esa simpleza en que se asientan las mentes convencionales, sillas plegables de lo polítícamente correcto o del más común de los ingenios. ¿Hasta dónde puede llegar el terror?, ¿cómo tragar con la injusticia? ¿podría una carcajada sin miedo tener el mismo alcance que el horror? ¿Cómo nos salva o nos condena el erotismo?,  ¿es posible vivir sin nuestros muertos? Ah, vivir, eso que se escribe en el libro de Giesbert sencillamente, con una lucidez que se abraza a la locura.
El deseo y el deseo de venganza muerden en esta novela el mundo redondo de las cosas cotidianas, salpimentan el tedio, el sinsabor de las naturalezas muertas. Esto no es un bodegón, ni un fresco edulcorado sobre el Holocausto, o una tira cómica, de fina ironía, sobre el capitalismo yanqui o el comunismo en China. Ningún régimen se libra de la mordacidad sin pelos en la lengua que cocina a fuego vivo Rose, la cocinera de Himmler, "el hombre más normal, y en consecuencia el más interesante, de los altos cargos de las SS", dicen.
Hay que atreverse a devorar la Historia. Y después aliviar la picazón en la conciencia y echarse a dormir con un poco de melisa o pasiflora. La conciencia de Rose es esa salamandra que lleva en una caja a todas partes, y esa salamandra es como la conciencia de un siglo que desaparece de pronto.
La vida sigue en la cocina, prendida en un libro abierto. Y un libro abierto nunca muere.