domingo, 2 de marzo de 2014

antigua casa

La casa era más grande. Cuando tú eras pequeña
eran más altos los techos, más larga la sombra de tu miedo en el pasillo,
más sorprendente la luz, que no se oía llegar.
Tenía más patas la lámpara de araña que se movía a unos centímetros
al echarte bocarriba en la cama de tus padres para ver el cielo abierto sobre ti.
La casa era más grande, crecía como el miedo tras oír a tu madre decir Buenas noches, mi amor.
Te metías más pequeña que tu edad en la cama pequeña con un cuento por cerrar bajo las mantas.
Perdías la forma de abrazarte que tienen los días con mamá.
La niña de las trenzas las hacía una y otra vez, las apretaba tan fuerte que solía tener un runrún crónico en las sienes. No se quejaba por ello, solo estaba triste, aunque después fue feliz.
En el cuento invisible que escribías para ella se impulsaba con los brazos en las trenzas hacia arriba, para no mancharse de colacao espeso los zapatos, para estar alta y no hacer pie en la noche de los días cuando se iba de puntillas la luz.
Qué grande era la casa de la niña que fuiste, aunque otros digan No es verdad, no, no era grande!
Ahora parece dormir en una tibia oscurida de manos frías,
en la que reman tus muñecas, dos cajitas de metal, el pañuelo de las letras de máquina escribir en la que tu madre recuperaba el latido de la a, de la m, de la o, y de la a una vez más, ese sonido de martillo exacto, algunos recuerdos que te han perdido el rumbo
y no saben adónde te llevarán.

Ante puertas abiertas que no puedes cerrar.

Cuántas veces la vida se queda en el umbral
mirando dentro
de la casa perdida,
la casa que vuelve a hacerse día a día grande
como era
el pequeño mundo extraño y propio que una hija teme descubrir a solas

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