sábado, 26 de abril de 2014

Películas ligeras

El día que a la abuela le pusieron los dientes, empezamos a ver películas de amor. El sonido de las llaves al abrir la puerta fue diferente aquel viernes que ella volvió a casa con una noticia extraordinaria en la boca. A las palabras les costó salir y llegar hasta nosotros, con esa nueva frontera esmaltada entre la lengua de mi abuela y el mundo. Es posible que lo celebrásemos con un amable VHS a falta de bica, tarta de manzana, galletas o chocolate, para endulzar la velada de tan feliz estreno. Entonces vivíamos todos juntos y los vídeos de bodas conocidas aún pasaban por filmes aceptables para la tarde de un sábado sin plan. No recuerdo cuál fue la primera película de amor, pero pienso en una mezcla de Magnolias de acero y Tomates verdes fritos regada con capuchino de sobre y manzanillas al limón. En el cine y en el fútbol, mi abuela siempre comentaba la jugada con una solvencia defensiva apabullante, como si temiese que mi madre o yo fuésemos a regatearle el argumento y quitarle la razón. Sus juicios eran concisos y severos: Ela non fixo ben. Ahora al evocarla la veo como el oráculo de Matrix, horneando galletas con el destino del mundo.
Sempre había un home con cara de can. Y un momento en la película en la que nuestra casa crecía a un lado y otro de la pantalla. Y Julia Roberts bajaba la escalera que nunca tuvimos... o sí, sí la tuvimos, en la primera casa, un edificio sin ascensor y cuatro pisos con largos peldaños entre alturas. Allí empezó todo, sin VHS pero con televisión en tres dimensiones bien tangibles, con Shirley McLaine diciéndole a Jack Lemmon "Pero qué bueno y tonto es usted". Más que imágenes veo palabras, son la primera impresión de aquel tiempo, y veo también unos dientes a los que les costaba pronunciarlas, pues hacían que las eses sonasen muy agudas y las des y las tes frenadas en seco, como la película si la cinta se enredaba. Entonces solo había que meter el Bic cristal en uno de los ojos de la cita y conseguir restaurar la historia, que cada escena volviese a su sitio, y que el tiempo siguiese adelante hasta ese final feliz que las mujeres de la casa comíamos con los ojos, los oídos y las manos. Sin necesidad de masticarlo. Como niñas sin años o viejitas sin dientes. Sabiendo que si quisiéramos la película podía volver a empezar.

viernes, 25 de abril de 2014

Mujeres bajo la lluvia

El pelo de las mujeres baila con el viento
Se sienta bajo la lluvia
Tú las miras en ese movimiento lentamente aprendido,
no de hijas a madres sino entre desconocidas, 
entre maniquíes que se callan muchas cosas, 
el despecho mantiene la cabeza bien alta.
Las mujeres se atusan el pelo en un verbo trasnochado,
calculando la naturalidad de su cascada,
a veces se enervan porque no fluye bien. Como las palabras que te nombran.
Eres una de esas mujeres que se quedan sin palabras
pero hablan por los codos,
por los ojos, 
por los pliegues de la piel guardada.
Todas esas mujeres bajo la lluvia tienen algo especial 
y algo en común.
Como los hombres a la hora de la siesta. 
Dicen que no pero
sonríen como tú sin importancia. 
Las espías y las quieres. Como a parientes lejanos 
que conocen tu secreto. 

Tu dependencia de otra mujer

sábado, 29 de marzo de 2014

Era la felicidad

Con Irene Némirovsky me pasa lo mismo que con Alice Munro, cada vez que las leo entro en una especie de trance, cada vez que las veo me acuerdo de mi madre. Como es natural, sólo las veo en las fotos de cubierta y en sus palabras, en un retrato quizá más certero que el que ofrece una imagen.
Heredé de mi madre esa manía bastante común de mirarle la cara a los que escriben, a veces sin dar crédito, como si en la cara de uno estuviese escrito su talento, su azaroso destino o su desventura. No es así?
 "Yves dormía como un niño, con toda el alma", leí a mi madre este verano. Es el cálido comienzo de El malentendido, editada por Salamandra el pasado abril. Así nos zambulle la lúcida Irène, ajena a la Ucrania de hoy, en un cuento en el que degustar las últimas cerezas de un amor. Oyes cantos de sirena? Seguro que puedes ver esa larga playa bañada por el sol donde la luz centellea en el mar y en las bocas de los niños. En tus recuerdos, y también en este relato en el que Yves vuelve a la Hendaya de su infancia para asistir a un cambio en su paisaje interior. Una mujer y una niña atrapan su ociosa mirada, ya superada (un decir) la primera guerra mundial y convertido él, Yves, en un empleado común, la sombra del niño de familia acomodada que fue cuando veraneaba en Hendaya. El amor, se figuraba Yves, debía ser el descanso, "si es que eso existía". Primero en la playa y después en París asistimos al despertar de un amor ilícito, a la desesperación que precede a la confirmación de esa sospecha íntima de sentir lo mismo que otro, a la primavera proustiana de dos que se aman en secreto, en ese secreto que la torpeza y la inquietud convierten en verdad a voces. Casi todo supone un ímprobo esfuerzo para él, Yves. Nada es suficiente para ella, Denise. Porque ella quiere el ardor sucesivo, insostenible en el día a día, la propagación del fuego que puede calcinarlo todo, hasta su sed. Esta primera novela de Irène Némirovsky, de 1926, bucea en la nostalgia del tiempo perdido, y del que nunca llegará, con un París adormecido de fondo, como un reloj de arena que va cayendo lentamente del sueño a la realidad. Breve pero densa como un poema o un símbolo, o una tarde de sol a final de verano, copiosa en adjetivos, en exclamaciones, en preguntas de difícil respuesta, El malentendido parece escrita para que alguien nos la lea en estricta intimidad, como una carta antigua de amor. Para tomar nota, el consejo que a Denise da su madre: Da poco, y pide aún menos. Para escena, esa en que Denise dice Te amo "con el corazón ofrecido, abierto. Su instinto de mujer la hizo esperar el eterno Te amo como un eco adivinado más que oído. Pero Yves no dijo nada. Se limitó a abrazarla un poco más fuerte".

Irène Némirovsky murió asesinada en Auschwitz en 1942.

Conversación

Era todo para ti. Siempre fue todo para ti, dice la mujer tendida sobre la cama. Habla con su hija, que no se atreve a mirarla de frente, que la mira desafiante mientras un fuego prende en su interior cerca de las malas hierbas de un barrio marginal de la memoria. Ella quisiera arrancar esas hierbas, pero no puede. Ama a la mujer tendida que llora con una sonrisa como un electrocardiograma de Chaikovski. Pero no es capaz de alzarla, de darle la mano y llevarla de paseo al jardín, entre los últimos árboles del verano. Qué corto es el letargo del último verano, tan parecido a los primeros, pero mucho más amarillo, con una densidad capaz de desalojar cualquier perspectiva. La mujer de alta barbilla quisiera decir a su madre de corazón tendido: por favor, no te vayas.
Pero no le dice nada, sólo se habla para dentro. No te preocupes, se dice, no pasará nada, se dice, no te preocupes, no, no. Se sienta a su lado, con miedo a tocarla e irse tan lejos como sospecha que se irá ella. Y aguarda lo que va a ocurrir.
Y ocurre que su madre se incorpora, sin el peso de los años.
Y se queda. Y le dice al oído: por favor, no me pidas que me vaya.
Entonces, coge mi mano, mamá.
Y escribe.
Mi madre cuando era más joven que yo

sábado, 22 de marzo de 2014

Memoria en las manos

Si me diesen a elegir algo de mí,
si me dijesen debes quedarte con una sola cosa tuya,
escogería dos,
mi lenta y torpe mano izquierda, que casi nunca se entera de nada,
y la derecha sin norte, mirando al sur, como una loca, que sube y baja en picado
con varillas de colores buscando el punto de nieve en estas claras.
La mano diestra que empuña la aguja de ojo grande de coser botoncitos en pichis escolares.
Qué es pichi, mamá?, dice la niña con los ojos ardientes de kiwi gold
volando como su falda

Cuando dice mamá, mi corazón dobla su volumen
como los huevos después de una larga batida a tenedor.

Me quedaría con mis manos ásperas como alfombras viejas,
torpes, con venas como cadenas montañosas que trepan hasta arañar el sol,
con su miedo a las alturas,
con uñas que no quieren crecer nunca jamás.

Manos que no son nada bonitas,
pero hacen cosas,
que tantean mililitros de luz en la sombra.
que se muestran a menudo como son,
en su huida circular como la vida.
Han roto varias cosas,
un vaso, dos, un plato,
un payaso gris de porcelana,
una promesa, dos, tres...,
una carta,
la pajarita de papel de una sonrisa cansada de esperar,
esa sonrisa que decía sin palabras sostenme con tus manos,
una en cada comisura,
porque sola no podré,
me caería hacia la sombra del olvido.

Las manos hacen a diario una masa de fermento
con lo que tienen a mano y un deseo:
hacer de poca cosa algo con sabor.

Las manos, que tienen tacto, no olvidan.
Lo recuerdan todo
mucho mejor


jueves, 13 de marzo de 2014

Agosto campal

No todos los veranos son iguales, no todos se parecen a la infancia, aunque tiendan a ella como a la esperanza. No es el futuro lo que miras cuando miras a lo lejos donde se pegan cielo y mar, es la profundidad de la calidez de un instante, el pasado que no se acaba. Ahora estoy sumida en Proust, en la edición definitiva de Albertine desaparecida, haciendo magdalenas caseras como quien hace castillos de arena con un vasito de yogur. A veces siento que me ahogo, pera ay! Tengo branquias!, puedo sobrevivir en este introspectivo mundo submarino de Marcel. Antes que esta primavera a la sombra de diez recuerdos en flor, me sumí en Agosto, de Tracy Letts. 180 páginas y un Premio Pulitzer. Y esa top model que es la familia feliz americana sufriendo una hemorragia interna incontenible. Tenéis ante vosotros en esta pieza un despiadado cuadro de familia en 4D. El tiempo, el tiempo perdido, la cuarta dimensión. Una madre y su larga vida. Tres hijas con poco en común. Una adolescente con adicciones. Un pervertido común. Una mentira. Y otra más...
Ya sabéis lo que suele ocurrir en realidad en los espacios pequeños cuando se juntan personas unidas por el darwiniano azar genético. Pero no ha sido el azar, sino la intención la que ha puesto esta cita de Robert Penn Warren como aperitivo en Agosto:"... La alegre reunión familiar con merienda al aire libre, bajo los arces, viene a ser como bucear en el estanque de los pulpos del acuario". El medio en Agosto es hostil. Es la casa a la que hay que volver tras alejarse, en la que se sientan a comer todos los que se han ido, como fantasmas con vulgares apetitos. Los fantasmas no son livianos, etéreos, almas blancas atrapadas en la oscuridad, sino gente ruidosa que come con las manos y eructa sin complejos. La casa familiar pierde a un hombre, Beverly, aficionado a la poesía, y la casa, en la que su esposa, Violet, enloquece por la boca, se convierte en un acuario de agua turbia, en el que un acontecimiento trágico arroja un buen chorro de lejía. El sentido proustiano de la intimidad, ese tormento tan reconfortante y armónico pese a sus desvaríos, se desintegra en este campo de batalla que Tracy Letts monta a las afueras de Pawhuska. En el centro de una familia... Normal? Juzgad vosotros a la dura luz de Agosto

domingo, 2 de marzo de 2014

antigua casa

La casa era más grande. Cuando tú eras pequeña
eran más altos los techos, más larga la sombra de tu miedo en el pasillo,
más sorprendente la luz, que no se oía llegar.
Tenía más patas la lámpara de araña que se movía a unos centímetros
al echarte bocarriba en la cama de tus padres para ver el cielo abierto sobre ti.
La casa era más grande, crecía como el miedo tras oír a tu madre decir Buenas noches, mi amor.
Te metías más pequeña que tu edad en la cama pequeña con un cuento por cerrar bajo las mantas.
Perdías la forma de abrazarte que tienen los días con mamá.
La niña de las trenzas las hacía una y otra vez, las apretaba tan fuerte que solía tener un runrún crónico en las sienes. No se quejaba por ello, solo estaba triste, aunque después fue feliz.
En el cuento invisible que escribías para ella se impulsaba con los brazos en las trenzas hacia arriba, para no mancharse de colacao espeso los zapatos, para estar alta y no hacer pie en la noche de los días cuando se iba de puntillas la luz.
Qué grande era la casa de la niña que fuiste, aunque otros digan No es verdad, no, no era grande!
Ahora parece dormir en una tibia oscurida de manos frías,
en la que reman tus muñecas, dos cajitas de metal, el pañuelo de las letras de máquina escribir en la que tu madre recuperaba el latido de la a, de la m, de la o, y de la a una vez más, ese sonido de martillo exacto, algunos recuerdos que te han perdido el rumbo
y no saben adónde te llevarán.

Ante puertas abiertas que no puedes cerrar.

Cuántas veces la vida se queda en el umbral
mirando dentro
de la casa perdida,
la casa que vuelve a hacerse día a día grande
como era
el pequeño mundo extraño y propio que una hija teme descubrir a solas

sábado, 1 de marzo de 2014

La salamandra de un siglo

Este cuento se acabó. ¡Ooooh, no!, nooooooo. Acéptalo. Por muy buena que sea una historia, no dura para siempre. El libro se cierra y la vida sigue. Tu vida debe seguir, pisando el vestido de princesa rosa de tu hija este carnaval, los talones y los pasos perdidos de tu madre; con más o menos palabras, quizá con esta historia recién comida hirviendo a mares en tu cabeza o dispuesta a ser conservada en salmuera junto a esas otras lecturas de tu vida. Ya ves que me ha encantado La cocinera de Himmler, el delirante espejo que Franz-Olivier Giesbert, con su aire a Jack Nicholson, se ha atrevido a poner delante de la historia de un convulso siglo. Con este libro, que me ha recomendado http://laarmada-invencible.blogspot.com.es/ (¡gracias!), pasa como con algunos restaurantes, un buen día se ponen de moda y hay que dejarse caer por allí. A ver si vale lo que cuesta, o al menos lo que dicen. Así fue como llegué a esta novela, guiada por un olor a guiso de la casa. La cocinera de Himmler te sienta a la mesa desde que te decides a entrar en el prólogo, no vacila como algunos maitres buscando un rincón apartado para procurarte intimidad. ¡Giesbert va a saco! y sin darte tiempo a escapar te arroja a la cara el primer plato. "La Historia es una porquería. Me lo ha quitado todo. A mis hijos. A mis padres. A mi gran amor. A mis gatos. No comprendo esa veneración estúpida que inspira el género humano. Estoy muy contenta de que la Historia se haya marchado, ya causó suficientes estragos. Pero sé muy bien que volverá, lo siento en la electricidad del aire y en la negra mirada de la gente". No sé si detectas ya en este extracto ese olor inconfundible: el del sarcasmo. Esta novela descabellada e irreverente, en la que recuperamos a veces la visión de nuestro querido fantasma Ignatius Reilly y el Nueva York friéndose a la plancha de Dos Passos, tiene tanto belfo como sentido del humor. La vida y la muerte pelean a la brava, desnudas, cuerpo a cuerpo, alma a la deriva, como en las grandes obras de Irving. Las mujeres son Mujeres, como lo son en Irving. Veo mucho de la mujer que soy sin ser en los grandes escritores, en los que sienten y evidencian que no tienen nada que esconder. No me refiero a sus vergüenzas, ¡esas deben enseñarse!, sino a esa simpleza en que se asientan las mentes convencionales, sillas plegables de lo polítícamente correcto o del más común de los ingenios. ¿Hasta dónde puede llegar el terror?, ¿cómo tragar con la injusticia? ¿podría una carcajada sin miedo tener el mismo alcance que el horror? ¿Cómo nos salva o nos condena el erotismo?,  ¿es posible vivir sin nuestros muertos? Ah, vivir, eso que se escribe en el libro de Giesbert sencillamente, con una lucidez que se abraza a la locura.
El deseo y el deseo de venganza muerden en esta novela el mundo redondo de las cosas cotidianas, salpimentan el tedio, el sinsabor de las naturalezas muertas. Esto no es un bodegón, ni un fresco edulcorado sobre el Holocausto, o una tira cómica, de fina ironía, sobre el capitalismo yanqui o el comunismo en China. Ningún régimen se libra de la mordacidad sin pelos en la lengua que cocina a fuego vivo Rose, la cocinera de Himmler, "el hombre más normal, y en consecuencia el más interesante, de los altos cargos de las SS", dicen.
Hay que atreverse a devorar la Historia. Y después aliviar la picazón en la conciencia y echarse a dormir con un poco de melisa o pasiflora. La conciencia de Rose es esa salamandra que lleva en una caja a todas partes, y esa salamandra es como la conciencia de un siglo que desaparece de pronto.
La vida sigue en la cocina, prendida en un libro abierto. Y un libro abierto nunca muere.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Flores de un día


Aún la quieres cuesta arriba,
arrastrando las botas como la respiración.
Las palabras que más valen siempre cuestan.

Te cuesta
cualquier cosa,
también dejarte caer.
Cerrar la puerta.
También llorar,
abrir del todo una mano,

afrontar la plenitud de su mirada
perdida,

llevar flores
al lugar en el que yacen
los primeros días de tu vida.

Letras en la arena

La niña escribe su nombre en la playa
y la arena dice: hola, ola, ahora me llamo así!

Esa S se parece a la serpiente de espuma de esa ola.
Crece por dentro como la pena de la o.
Busca la salida en la mano abierta de la a, que quiere llevarte a casa.
La casa que el viento de los años derribó.

La alegría tiene mayúsculas secretas
que a veces pierden el pudor
y corren al mar desnudas
gritando
como la infancia.

La A es una montaña que baja a la playa,
donde la niña escribe su nombre, que,
----aaaaaaaaaaaaaaaah,
oooooootra olaaaaaa----
se lleva
como si nada
el mar.

Quiero escribir así, como su dedo en la arena,
sintiendo cada letra junto al fuego del mar,
sin miedo a sentir lo que quema perderse,
sin pensar
qué vendrá o no vendrá después, 
dónde acabará la porfía del yo,
su deseo de ser para qué,
para quedarse
en el lugar donde ha sido feliz.

martes, 18 de febrero de 2014

Un siglo de vida

Mi abuela va a tener un siglo de vida.
Quién dice que se fue?
Yo no la vi morir, solo
dejé de verla.
Es el único sentido suyo que perdí.

Vive. Tiene de nombre un canto rodado.
De tanto rodar de boca en boca de la gente
ese nombre, que hoy parece mío,
fue perdiendo letras por la forma del camino.
Aró el amor por la tierra sin parar, como algunos estribillos.
Perdió una e y una t, pero no sufrió por ello. O lo hacía sonriendo.

Más o menos letras, aquí todo sigue igual,
los viejos tiempos, la novedad,
la casa pero vacía,
la ropa pero sin tacto,
la foto de los abuelos sin saber a quién mirar,
la cama
que ya no puede dormir.

Todo sigue en el mismo lugar,
como la espera,
salvo los pájaros que van cambiando de día.

La abuela, todo un siglo,
fue la primera en nacer. Con ella nacieron mis ganas de ser.
Se hizo fuerte y comadrona:
asistió a los partos de sus 17 hermanos.
Dónde figura ese oficio de Dorinda niña,
dónde vive la historia que queda en casa
cuando otros la habitan? Guarda el aire familiar?

Miras al horizonte como a la casa perdida,
como si posases para la foto
que te harán.
El pasado es siempre una pregunta.
Eres tú? Te ha cambiado el tiempo de lugar?

Quizá alguien más que yo vive
con mi abuela,
pensando en subir las escaleras de casa de dos en dos
cantando, comiendo pan.
y toca aún con la voz su nombre que rueda y rueda,
y casi la oye decir Quen fora paxariño!

Y casi la ve volar.

La golondrina trepará en la oscuridad.Se hará la luz.
Vendrá a llamarte por tu nombre. Será otra cuando vuelva?

Vuela la abuela hacia el quevendrá,
quizá en busca de otro niño al que nacer.
La abuela Dorinda fue matrona.
La he visto en las palabras de mi madre
mojándose las manos en la fuente de la vida de la que vengo yo.

Aquí sigue el cordón umbilical
Aquí la memoria como un nombre
que no deja de rodar.
El de la niña matrona que fui en los años 20
que pronto cumplirá un siglo de vida.

domingo, 16 de febrero de 2014

Leona compulsiva

Son leonas porque leen. Y cativas porque pequeña sienten que es aún su libertad. Necesitan palabras que hagan instantes o historias que les ayuden a vivir. Más. Más libremente. Otras vidas. La suya desde otro punto de vista, como dando un rodeo para vérsela mejor. Pero eres tú?, se preguntarán atónitas alguna vez al ver su ropa a secar en una novela del 77.
Podrían ser leones pero ya sabéis en quienes recae el verdadero trabajo en esa especie. Ellas no se cansan de leer. Pondrían la mano en el fuego por un libro. Por un amor que no es perfecto pero sí auténtico, real, y da tanto como pide. Un buen libro, ya sabéis, pide mucho y no siempre deja satisfecho, pide quedarse a leer en ti durante un tiempo, a veces mucho tiempo. Puede pasar años agazapado en la fila de atrás hasta que de pronto decide asomar de tu bolsillo un personaje o un momento especial o unas palabras ligeras o graves que no creías recordar. Otras veces sí recuerdas que recuerdas, eres un leona liberada por su memoria de elefante.
Memoria de elefante es un buen libro que nunca terminé quizá porque le dije no desde el principio, pero le daré una tercera oportunidad. La segunda tampoco he sabido aprovecharla. Ahora tengo dos libros junto a mi mesa que me dicen Cuéntame! Uno es un regalo y otro un préstamo. Ambos, de valor, al menos para mí. Para quién si no? Quizá para ti también. Debo dar las gracias a mis lectores mentores, que son varios (entre otros, Paco, Héctor, Bea, Elena, Ricardo, Dores y Maribel), y empezar a escribir sobre uno de ellos. Con estos libros empiezo el 2014, que en realidad comenzó con la reedición de los Diarios de Pizarnik y Las chicas de campo, de Edna O'Brien, después de un final de año en compañía de Eva Veiga, Anne Sexton, Alice Munro y Joyce Carol Oates. Los dos libros sobre los que ahora quiero escribir son La vida era eso, de Carmen Amoraga, premio Nadal de Novela 2014, y La extraña desaparición de Esme Lennox, de Maggie O'Farrell. No entraré a comparar nada, no porque las comparaciones sean odiosas sino porque no proceden. Las dos novelas me han gustado mucho, de forma diferente. Empezaré por La vida era eso, que ha sido la primera que he leído de las dos y una terapia en el abismo de la pérdida. Con esta novela he llegado a la poesía vertical de Roberto Juarroz, que dice, como dice que dice Amoraga: "... pensar en un hombre se parece a salvarlo". Pensemos en un hombre. O en una mujer a la que moriríamos por abrazar como antes, o quizá como nunca lo hicimos. Aquí empieza La vida era eso. Sujeta a un principio que encierra un final. Amoraga escribe, suena en la radio Whitney Houston y en la cocina hay restos de la cena de ayer. No será una escena sublime, pero sí tan familiar que podría ser nuestra. Entramos en un hogar feliz. Pareja de 40 con dos niñas de caracteres tan distintos que no podrían ser sino hermanas. Son argentinos, dicen boludo y acentúan los verbos a su bola. Están en España y se han venido por trabajo. Las niñas son niñas. Ellos se quieren y se soportan, y de vez en cuando no se soportan y se gritan y piensan en dejarse. Son ¿una familia normal? Una familia más feliz de lo que creía hasta que la enfermedad viene a enmarcar esa felicidad. El lector, tú, yo, sabemos esto desde el principio. Amoraga decide anticipar el mal trago y advertirnos de todas las fases de un duelo que, como diría un psicólogo, es necesario pasar. Aquí se escriben con detalle y a menudo buen gusto, sin grandes piruetas narrativas pero con una naturalidad que se parece a la vida como es, algo rara, cotilla, sobrada de vanidad y necesitada de afectos, propensa al juicio exprés de los otros, a encontrar porqués y contarse a su manera en el Facebook. Me he sentido identificada en Giuliana, la mujer que pierde, pero también en William, el que se va, y en sus hijas Ana y Marie, pequeñas pero fuertes en la despedida. Como solo los niños lo son. En el libro hay muchas referencias que anotar, como un viaje a la poesía de Juarroz o esa frase de Confucio que se lee en un sobrecito de azúcar: "Todos tenemos dos vidas. La segunda empieza cuando nos damos cuenta de que tenemos solamente una". En esta segunda vida de Giuliana, William vive un glorioso retiro en lo que podríamos convenir es el cielo, el recuerdo que queda de nosotros en quienes nos aman. "Sabe que está sublimando a su marido. Sabe que hay una parte oscura que tenía que ver con lo enrevesado de su letra, pero no le apetece recordar. No quiere saber de las broncas, de los cambios de humor, de aquella vez que estaba embarazada de Ana sin saberlo y le sorprendió haciendo la maleta...", escribe Amoraga. Escribe que otros escriben, tira una red de palabras a quienes se resisten a ser engullidos por un silencio total. Este es un libro sobre la comunicación, sus canales, sus trampas y sus límites cambiantes. Sobre el poder terapéutico de la palabra. Hay situaciones en la novela que no resultan verosímiles, como la relación de Giuliana con María Martín, una especie de viuda alegre, o lo que ocurre finalmente con Santi, el "pudo haber sido..." de Giuliana. Pero en ocasiones las palabras encajan tan bien con las emociones, con esa superpoblación de sentimientos nuevos, extraños, vulnerables, que habita la experiencia de la pérdida, que una solo puede sonreír. Sonreír como el dolor cuando lo pillan in fraganti. Y seguir adelante, seguir leyendo, viendo cómo lo grave se mezcla con lo cómico, lo feo con lo espléndido, la alegría con el dolor, el amor con los trapos sucios, la infidelidad con la lealtad. La ausencia con toda la ropa del armario, con los amigos, con los libros que te eligen. Con tu pasado presente y los sueños que te abren los ojos. Con todo lo que eres. Una leona que dice Ya está bien por hoy. Apaga la luz y enciende un nuevo libro que ya te contará.

jueves, 13 de febrero de 2014

Necesidad

Le dijiste a tu madre como quien dice
Bajo a comprar cien gramos de jamón"
"Serán muchas las hojas, raíz hay una sola", dice Yeats
que querías tener otro hijo.
Movió la cabeza como diciendo Tú verás,
pero su sonrisa reversible o tu miedo de siempre respondieron:
Para qué, para cuidarte?
Fina era la ironía de tu madre,
como un alfiler,
con su cuerpo largo delgado entero y algo en su cabeza
capaz de mantener día a día el dobladillo en su sitio.
Parecía otro su cansancio en su voz para la niña
que eres. Y en su pelo montado como una caracola con acento familiar.
Y en sus vaqueros rectos, y en sus botas, y en el nudo de su pañuelo al cuello.
En la camisa planchada como no querías tú. Sin arrugas. Perfecta?
Te pareces a ella en otras cosas, en la furia lenta de los jueves,
en el crujido de un barquillo, en el juicio minucioso de los ojos,
en esa manera de agarrarse a lo suyo como a la silla libre del bar.
No eres ella, pero estuviste allí y lo recuerdas.
No me preguntes cómo. Como un leve soplo al corazón?
Al volver de un viaje, el lugar vuelve contigo.
Piensas en ello a menudo al pie de cada factura,
al girar como un pie de bailarina la cucharita en el café.
Tal vez algún día ella quiera que vuelvas
para echarse en tu amor guardado como las sábanas bordadas,
duras como la vez que perdiste a la abuela
en la caja, por no perder el turno.
Quizá quiera volver a llamarte
mamá, como cuando tu hija cambia los papeles,
y dormirse en las palabras que se tapan los ojos para no verla sufrir.
Quizá quiera volver
para estar en ti como en un cuerpo de hierba.
Pasan los cuerpos por rutinas rigurosas.
No somos nada, pero queremos algo.
Sabemos que hay cosas que no suceden,
pero existen.
Hoy vives
como aquellas noches de hace 20 años,
en una fiebre que abrió en canal un siglo
llevándoselo todo salvo la necesidad.

En mitad de la lluvia y de la fiebre,
perdida,
hasta la tapa del contenedor que hace pa pa
es capaz de agitar tu corazón.

Quiero
saber
si soy
cierta.
Lo que tienes de mí.

Hay cosas que no suceden
pero existen

martes, 14 de enero de 2014

Una nueva vida

El día que despedimos a mi madre hizo tanto sol que deslumbraba mirarse en las lágrimas de los demás. La noche llegó pronto, como la gente a la iglesia, y se marchó con el día en que Alice Munro ganó el Nobel. Fue como si mamá guiñase uno de sus ojos de siempre desde su nueva y extraña forma de vida. Mi vida querida fue uno de los últimos libros que leímos, parándonos a acariciar páginas como si fuesen la cara de la abuela, diciendo yo en voz alta alguno de esos finales sin truco ni red de Munro, como la luz del faro de la Torre que vuelve una y otra vez al mismo punto en la inmensidad de la noche. "... Y sigo atrapada, a la espera de que me dé una explicación, a la espera de oír el ruido de su cuerpo al caer al agua". Mi madre y yo nos miramos asustadas alguna vez, como si algo tremendo estuviese pasando sin que nadie lo supiese. No en la casa de al lado. Aquí. Dentro. Dentro de nosotras. Como el estallido de una vida que se ha gestado en silencio. Como los primeros síntomas de toda la vida por venir.